Sí, ya sabía, que un día ibas a venir visitarme. Me lo esperaba, pues. Hoy, cuando abrí los ojos, me puse a pensar que ya estaba cansado. Diario es lo mismo. Me levanto, como siempre a las seis de la mañana en punto. Quito las cobijas de encima de mi cuerpo. Busco mis huaraches debajo de la cama, y como siempre no encuentro el derecho. Me tallo los ojos, hasta aclarar mi vista; a esta edad, ya empieza a fallar todo el cuerpo, sí, ya se, aún no estoy viejo, cuarenta y nueve años son pocos; pero mañana es mi cumpleaños número cincuenta. ¿No quieres un vinito?, está bien, será para la otra, pensé que te gustaba el vino tinto. A los cincuenta años, uno llega con ganas de dejarse comer por el mundo, ya no es lo mismo que antes. Ya no puedo desayunar huevo estrellado, como en mi juventud, por eso del colesterol. Ya no puedo tomar Coca Cola, por la diabetes. Ya no puedo fumar, por mis pulmones; bueno, realmente, nunca me ha gustado fumar, pero tampoco puedo hacerlo, si ahora quisiera. ¿Qué te estaba platicando?, ¡ah sí!, el por qué estoy cansado. A lo mejor no sea tanto el cansancio, más bien, estoy harto de esta vida que me toco. O que me diste. ¿Qué?, ¿que tú no das vida, solo la quitas? Siempre había pensado que el dador de vida, era el que la quitaba. Ramón hace una pausa en el diálogo con la muerte; se revuelve en la silla del restaurant, mientras muerde con toda la tranquilidad del mundo el mollete que ordenó, toma un sorbo de café y hace una pausa antes de continuar la charla.
Ramón recuerda, que en la mañana, mientras secaba cada uno de los dedos de sus pies con delicadeza y esmero, la muerte tocó la puerta de su casa. Al abrir, ella dijo Hola, quiero platicar contigo, ¿me acompañas al restaurante que está enfrente de la Catedral? En la pregunta de la muerte no cabía un No. Estaba frente a la mismísima muerte y con ella no hay opciones. Aunque por cordialidad, la muerte siempre pide permiso. Caminaron callados por la avenida principal de la ciudad. La muerte caminaba con parsimonia, llevaba la vista fija al frente, como si supiera, exactamente, cuál era su destino. Y en realidad, ella sabía que su destino era llevar gente a la otra vida; aunque suene paradójico. Ramón, expresaba en su caminar la extrañeza — no era para menos, estaba caminando a lado de la muerte —; veía pasar corriendo a las madres que agarraban a los niños como si fueran papalote, para llevarlos al kínder o a la primaria. La muerte, al contrario de lo que se piensa, vestía de un impecable traje negro con camisa y corbata del mismo color, zapatos brillantes, que parecía que los habían boleado y pulido por más de una hora — podría asegurar que te reflejabas en ellos —; su rostro era blanco, mas no pálido, hasta se podría decir que estaba un poco chapeado; su cabello era corto, no como militar, sino simplemente corto; sus ojos eran de un café verdoso, que si los observabas con detenimiento, te perdías en su inmensidad. Ramón, al contrario de ella, se había puesto lo primero que encontró en el ropero: pantalón café un poco arrugado, camisa beige sin corbata y sin ceñir al pantalón, chamarra de pana negra y zapatos cafés. Al llegar al restaurante, la muerte eligió una mesa en la parte externa del lugar. Se sentaron uno frente al otro, y ordenaron, Ramón molletes y café, y ella, jugo de naranja y fruta.
Toda mi vida he vivido sólo, continuó Ramón, y pensaba que así era feliz. Sin embargo, me ha hecho falta alguien con quien compartir mis pesados días en el trabajo. En la empresa, desde que se empezaron a jubilar los veteranos, se ha llenado de púberes sin experiencia, que sienten saber de la vida. ¿Sabes?, me molesta escuchar sus ideas brillantes, que más bien, son paráfrasis de los libros de texto de sus escuelas. Ya les he dicho, que no se puede cambiar el mundo de un día para otro. Sí, ya se, así me veía veinticinco años atrás. Pero yo era distinto, me tomaba las cosas con calma, me gustaba pensar bien las estrategias que iba a implementar. Y ¡veme ahora!, estoy subordinado a un pinche chamaco nalgas meadas, ¡jaja!, hace tantos años que no ocupa esa frase. Hasta podría ponerla como epitafio “aquí yace un ex chamaco nalgas meadas”. Cuando decidí vivir sólo, disfrutaba del aislamiento, de poder sentarme en la computadora y escribir historias, de dibujar, de leer; recuerdo que leí todas las novelas de Benedetti y Taibo Segundo; lástima que se tuvieran que morir. Bueno, todos algún día nos tenemos que morir, ¿no? Pensaba que al tener un departamento podría tener una vida desenfrenada, llena de lujuria; y ¿cuál?, solo iban a mi casa los gorrones de mis amigos cuando necesitaban donde tomarse una copa gratis. Ahora que estoy, aquí, frente a ti, me pongo a pensar que nadie me va a extrañar, no tengo esposa ni hijos. Y a lo mejor, sea lo mejor, ¿no crees?, me voy a ir sin dejarle un pesar a alguien.
Ramón termina su café y pide, inmediatamente, otro; siente que su deber es alargar lo más que se pueda el desayuno. La muerte mastica con una calma, que parece eterna, cada trozo de fruta del tazón que solicitó. Los comensales de alrededor, no se imaginan quién es ella, solo observan a dos hombres maduros conservar como si fueran grandes amigos; a lo mucho notan un poco de nerviosismo en el de la chamarra de pana, porque se pasa la mano una y otra vez por el pantalón, como si quisiera plancharlo, y observa a cada rato a los compañeros de local; al contrario del que porta el traje negro, que mira fijamente a su acompañante y come con gran tranquilidad.
Y, ¿esto duele?, digo, para prepararme para la partida, nunca pensé que la muerte fuera tan amable; continúa Ramón. Digo, es importante estar preparado, mentalmente, para la partida, para ese último adiós. Y puedo despedirme de… Sí, la verdad, no tengo de quién despedirme. Es más, hace mucho que no platicaba con alguien, como hoy. Creo, que el hartazgo en mi vida hubiera amainado, si tuviese con quien platicar. Pero, así es la vida y fue lo que yo elegí, ¿no? Hoy, en la noche, hubiera llegado a prender la televisión, mientras espero que comience el noticiero, revisaría mis correos electrónicos urgentes, que seguramente me enviarían al salir de mi jornada, haría un poco de coraje por la ineptitud de mis nuevos jefes y su dependencia secreta a mis consejos; entraría al baño y mearía con tranquilidad, en tanto pienso y evaluó otro día en mi vida, y concluiría, lo que habitualmente concluyo: estoy harto de esta vida. Al comenzar el noticiero, me taparía hasta la barbilla, esperando que llegará el sueño; ese eterno ausente durante mi juventud y que ahora es mi fiel compañía. Esperaría soñar con mis años mozos, pero a estas alturas, ya no recuerdo mis sueños, solo lo siento como un pequeño y rápido acto de abrir y cerrar los ojos, en el que al otro día me despierto con el mismo cansancio con el que me acosté. Así que estoy preparado.
La muerte le da la mano a Ramón y le dice, No vine por ti, sólo vine a platicar contigo; yo también estoy harto de esta vida que elegí o que me dieron, aún no lo sé; y me gustó mucho charlar con alguien como tú; ¿podríamos repetirlo la otra semana?, por cierto ¡feliz cumpleaños!...